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Caótico Medem
Caótica Ana
Puntuación: 2 estrellas
Julio Medem es uno de los pocos cineastas españoles en contar con algo tan valioso como es un ‘universo propio’. Sus obsesiones personales dan consistencia a su cine y logra que (¿muchos?) seguidores esperen como agua de mayo cada una de sus nuevas producciones. En ese sentido, Medem ha emprendido un camino del que otros realizadores de eso que llaman ‘cine español’ deberían aprender algo.
Sin embargo, esta misma peculiaridad provoca que su cine alcance a veces cotas de gran altura emocional (Vacas, La ardilla roja) o naufrague en la mayor confusión narrativa y en la pretenciosidad lírica más arrogante (Lucía y el sexo, Los amantes del círculo polar).
Caótica Ana, su séptima película, está entre las segundas. La Ana que la protagoniza es una extensión de la Ana de Los amantes del Círculo Polar y en parte del personaje de Paz Vega en Lucía y el sexo. Pero en esta ocasión reconvertida y elevada a metáfora de las mujeres que luchan por el amor y la libertad frente al ‘hombre de la guerra’. Ahí es nada.
En estos siete años que distancian su anterior trabajo de Caótica Ana, el director se ha sumergido en una difícil etapa personal que tiene un reflejo más que evidente en el devenir de las aventuras de esta muchacha que emprende un viaje al fondo de sí misma mediante la hipnosis descubriendo que es la suma de otras mujeres que en vidas pretéritas fueron, curiosamente, siempre mártires o heroínas y murieron siempre de forma trágica.
En ese espacio de tiempo, Medem se asfixió en las arenas movedizas del documental La pelota vasca, un ingenuo acercamiento al ‘avíspero’ vasco que se instrumentalizó políticamente hasta límites insospechados y le colocó en medio de una absurda e innecesaria refriega política. Y mientras su nombre era zarandeado sin piedad, Julio Medem sufrió en sus carnes la muerte de su hermana Ana, pintora, poco antes de inaugurar una exposición retrospectiva de su pintura.
Aunque no haya hablado claramente de ello, toda esa cantidad acumulada de sentimientos y emociones se refleja en las diferentes capas de este caótico Medem y es la consecuencia directa de su fracaso.
Ese afán revanchista subyace en el imprevisible subconsciente de Ana, que ha crecido al albur de un padre hiperprotector en una cueva-refugio alejada del dolor, y nos conduce –con enorme pasote lírico- a través de esta ‘oda a la lucha por la vida’ de una mujer que debe elegir entre ser un monstruo o una princesa, y que Medem encima remata de forma abrupta, pelín demagógica y demasiado calculada.
Es precisamente esa sensación de que cualquier emoción en la película es producto de un frío planteamiento la que aleja del espectador a esta Ana a la que vemos transformarse en una niña pija, arrogante, cínica, irascible y demasiado pagada de sí misma sin que uno sepa muy bien por qué.
Caótica Ana ésta que deja atrás el hippismo de Ibiza y acaba abrazando a Nueva York como ‘la ciudad más libre del mundo’. Pero también caótico Medem el que vuelve a demostrarnos su incapacidad para ir más allá de la superficie, para escarbar mucho más en la compleja sensibilidad de su personaje. Caótico Medem que es capaz de crear imágenes de indudable magnetismo visual pero echa a perder todo su trabajo por más y más líneas de laberíntico y frío guión. Desconcertante Medem que construye con fuerza y vigor un personaje como el de Ana pero desdibuja y destruye a los demás seres que pueblan su mundo, sobre todo a los personajes masculinos a los que niega como nunca antes.
Lo mejor: Lo evocador de muchas de sus imágenes, la arrebatadora interpretación de la debutante Manuela Vellés y la gran banda sonora de Jocelyn Pook.
Lo peor: El guión. Medem debería replantearse buscar colaboradores en próximas ocasiones.
Leer entrevista a Medem por Iván Trash
Sigo como Dios
Puntuación: 1 estrella
Sigo como Dios es la secuela de Como Dios, comedia protagonizada por Jim Carrey que hace cuatro años tuvo su gracia porque Carrey se empeñaba en hacernos creer que era buen actor y Morgan Freeman hacía de Dios ‘negro’, con lo que eso debe fastidiar a los rancios conservadores de por allí.
Y como en Hollywood cualquier idea buena es estirada hasta el límite del infinito comercial, nos llega ahora esta segunda entrega que en Estados Unidos se ha precipitado a los abismos del fracaso. No es de extrañar.
El protagonista de Sigo como Dios es Evan Baxter (Steve Carrell), el presentador que le hacía la vida imposible a Bruce Nolan (Jim Carrey), el reportero al que Dios le concedía la ‘gracia’ de ejercer con todos los poderes divinos para demostrar si era capaz de hacerlo mejor que Él.
Esta vez, el punto de partida es la reciente elección de Baxter como congresista de Estados Unidos, motivo por el que viaja con toda su familia a Virginia para comenzar su nueva vida, que se verá interrumpida muy pronto por la intervención del mismísimo Dios que no tiene otra ocurrencia que encargarle la construcción de un arca de Noé.
Hay que reconocer que el comienzo de la película es divertido y las escenas que tienen como protagonista a los animales son bastante ingeniosas (la invasión de los pájaros en el despacho o la escena del acuario).
Pero como ya sucedía en la primera parte, los guionistas estiran un chicle ya de por sí bastante estirado y la broma va perdiendo fuelle a medida que se instala en la monotonía y el mensaje de la película se vuelve más conservador y rancio si cabe que en la anterior entrega. En Sigo como Dios es la unión de la familia, los valores de la verdad, la justicia y la inquebrantable lealtad la vencedora de un plan urdido ‘divinamente’.
Lo mejor sin duda es Steve Carrell (Pequeña Miss Sunshine, The Office), actor que se enmarca dentro de la escuela tradicional de cómicos que, al reves de Carrey, convierten el rostro pétreo, la mirada al infinito y la media sonrisa en armas con las que crear humor.
Lo mejor: Las escenas con animales, casi todos reales.
Lo peor: A pesar de su corta duración, se estira demasiado una broma de por sí basada en otra broma previamente alargada.
Dos días en París
Puntuación: 3 estrellas
Hacía bastante tiempo que Julie Delpy escribía guiones, aunque siempre le salían de más de dos millones de presupuesto, como ella misma confiesa. Tras varios intentos fallidos por sacar adelante alguno de estos proyectos, la protagonista de Blanco (Krzysztof Kieslovksy) y Antes del amanecer y Antes del atardecer (Richard Linklater) hizo caso al consejo de un amigo y decidió que su primer proyecto como directora fuera una película de bajo presupuesto que, al igual que sucedía con las anteriormente citadas, retratara las vicisitudes a las que se enfrentan las parejas en la sociedad contemporánea.
Y de ahí surgieron las desventuras de los protagonistas de Dos días en París, una pareja francoamericana que lleva saliendo desde hace dos años (“mucho tiempo para lo que ahora es habitual”) y que en apenas dos días de viaje por la capital francesa verán como su romanticismo se va al garete por culpa de padres pesados, amigos bastante sospechosos y ex amantes con ganas de ligar.
Dos días en París es una ácida comedia muy al estilo del cine de Woody Allen por el aire intelectual que rodea a los protagonistas, la pretenciosidad intelectual, sus hipocondrias varias y unos diálogos rápidos, ágiles, ingeniosos y con mucho psicoanálisis de por medio.
A ello hay que unir guiños a la ‘nouvelle vague’, como ese Adam Goldberg que quiere lucir el mismo aspecto que Godard. La pareja respira una química irresistible en la pantalla, destacando sobremanera el trabajazo de Goldberg y sus rostros oscilantes a medida que avanza el metraje. No hay que olvidar a los propios padres de la directora que se interpretan a sí mismos en las escenas más hilarantes.
Su arranque es realmente prometedor pero a medida que el drama avanza, Julie Delpy emborrona las buenas ideas con equívocos poco creíbles, secundarios insertados como salida argumental fácil y un final confuso, mal rodado (ese baile imaginario entre ambos) y una conversación última de la que se nos niega contenido esencial. Con todo, estamos ante una de las grandes comedias románticas de este año y un muy sugestivo primer paso en la dirección.
Lo mejor: Las escenas con los padres, que satirizan el abismo generacional existente entre quienes protagonizaron el Mayo del 68 y sus hijos.
Lo peor: Delpy remata torpemente la historia.
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