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Pozos de ambición
(There will be blood)
Puntuación: 4 estrellas
El director Paul Thomas Anderson y el actor Daniel Day-Lewis han forjado su aclamada trayectoria gracias a una esmerada selección de sus trabajos, espaciados casi siempre por largos y reflexivos periodos de silencio creativo.
Con cuatro películas en su haber, Thomas Anderson alcanzó la escurridiza categoría de cineasta de culto gracias a dos clásicos modernos, Boogie Nights y Magnolia, y una contrastada capacidad para explorar la amargura, la infelicidad, la soledad y la incomunicación de la sociedad contemporánea.
El respaldo del público, las alabanzas de la crítica y su relevante presencia en la feria de los premios, le han permitido navegar por las turbulentas aguas de los grandes estudios sin riesgo a que se le negase financiación o a que los todopoderosos ejecutivos de márketing adulteraran su obra.
Una proeza que comparte con Daniel Day-Lewis. El británico es un intérprete de raza, un alquimista de la actuación, un exigente perfeccionista en la investigación psicológica de sus personajes, a los que siempre confiere vida propia más allá del negro sobre blanco del guión.
El drama épico Pozos de ambición -denunciable título en español para There will be blood ("Correrá la sangre")- no defraudará a la legión de seguidores de ambos: Thomas Anderson roza lo sublime y Day-Lewis firma una de las mejores interpretaciones de la historia del cine, un trabajo perfecto, clásico, inolvidable.
Partiendo de la novela Oil que Upton Sinclair publicara en 1917, Thomas Anderson narra algo típicamente americano, el éxito de un hombre hecho a sí mismo en la tierra de las oportunidades. Daniel Plainview pasa de minero extremadamente pobre a magnate del petróleo, y por el camino se transforma en un monstruo con una aterradora alma corrompida por la ambición, la codicia, la venganza, la violencia, el odio, la locura. Un tipo que encontrará la horma de su zapato en Eli Sunday, el visionario pastor de la secta de la Tercera Revelación, propietaria del suelo donde aflora el petróleo.
Thomas Anderson construye una epopeya alegórica que disecciona los males que aquejan a la sociedad nortamericana actual y a sus gobernantes. En Pozos de ambición, el fundamentalismo religioso y la avaricia empresarial se unen para someter a la sociedad bajo un falso halo de prosperidad económica y de paz espiritual. ¿Os suena?
Aún alabando la destreza de Thomas Anderson en el guión y la dirección, la bellísima fotografía, la algo persistente banda sonora y la perfección alcanzada por Daniel Day-Lewis y el resto de actores (atención al joven Paul Dano), Pozos de ambición te deja frío. La gravedad de lo que cuenta, el desgarro emocional, la autodestrucción de los personajes no conmueve, no traspasa la pantalla ni siquiera en el apocalíptico clímax final.
Lo mejor: Un perfecto, contenido, profundo Daniel Day-Lewis.
Lo peor: La frialdad expositiva en un dramón que no conmueve.
Sweeney Tood, el barbero diabólico de la calle Fleet
Puntuación: 4 estrellas
Tim Burton posee lo que algunos denominan “universo personal intransferible”. Bastan unos pocos fotogramas para reconocer indefectiblemente la huella estética de uno de los grandes genios del cine moderno.
Hacía mucho tiempo que anhelaba cumplir un viejo sueño de la infancia, adaptar el célebre musical Sweeney Todd. Estrenado en 1979, su creador, Stephen Sondheim, se apoyó en una vieja leyenda del siglo XIX para narrar la desventura de un joven barbero, Benjamin Barker, que es encerrado en la cárcel bajo una falsa acusación por el superjuez Turpin, quien movido por la envidia pretende alejar a Barker de su mujer para seducirla. Quince años después, el barbero se fuga de la cárcel y oculto bajo la identidad de Sweeney Todd regresa a Londres dispuesto a vengarse de quien le arrebató todo.
Son evidentes los paralelismos que Sweeney Todd guarda con el resto de filmografía de Burton. De hecho parece la fusión de Eduardo Manostijeras y Sleepy Hollow. Como es norma de la casa, en Sweeney Todd los personajes centrales son seres ‘normales’ capaces de cometer cualquier crueldad por lograr sus objetivos. A ellos se contraponen otros personajes ‘marginales’ movidos en su conducta por la inocencia, la pasión y la falta de ambición.
El eterno enfrentamiento entre el Bien y el Mal es de nuevo el argumento central de una película narrada -otro ‘sello Burton’- como un cuento de hadas enmarcado en el terreno de la fantasía y al que se imprime el ritmo y la visualidad del cine de animación, escuela de la que procede el director..
Sin embargo en Sweeney Todd afloran síntomas de una madurez creativa que alertan del probable inicio de una nueva etapa alejada de cintas luminosas como Big Fish, La novia cadáver o Charlie y la fábrica de chocolate.
El dolor existencial -presente en el primer cine de Burton- resurge aquí con vigor. Pero por primera vez también afloran sentimientos como la venganza o el resentimiento. El barbero, brillantemente interpretado por un contenido Johnny Depp, rebana cuellos consumido por el odio, mata a sangre fría, se regodea en la desgracia del prójimo, anhela su propia autodestrucción.
Otra novedad es su plena incursión en el género musical, con el que ha coqueteado en sus últimas producciones. Burton, alérgico confeso a este cine, se descuelga mostrando un sorprendente manejo de sus claves y otorgando la máxima importancia a la parte cantada. La puesta en escena es tan sobria y sombría como el resto de este trágico cuento sin concesiones morales ni salida para unos personajes acorralados en su dolor y mezquindad.
Lo mejor: Burton no realiza concesiones comerciales en la narrativa del film.
Lo peor: A la primera parte le falta parte la enorme fuerza que tiene la segunda.
KM 31
Puntuación: 0
Lo mejor que se puede decir de KM 31, debut en la dirección del mexicano Rigoberto Castañeda, es que no oculta su descarada intención de hacer mucha taquilla. Este es el típico producto de bajo coste, probado esquema narrativo y excelente rentabilidad con el que se intenta engatusar a un sector del público que demanda ‘cine de género’.
Y claro, resulta que funciona. Si la decepcionante El Orfanato pulverizó récords en nuestro país, KM 31 ha hecho lo propio convirtiéndose en la tercera película más taquillera de México. Dato que no es baladí en un país donde la producción nacional pasa sin pena ni gloria por las carteleras salvo que, claro está, aparezca la firma de Cuarón, Del Toro o Iñárritu.
Pero mejor hubiera sido que ese ejercicio de honestidad comercial se hubiese trasladado al resto de ámbitos de una producción disparatada, confusa, indescifrable, que más bien pareciera un episodio mal estirado de Historias para no dormir o de la serie mexicana 13 Miedos. Todo un despropósito sólo al alcance de los más irredentos fans de Iker Jiménez.
KM 31 es la historia de dos gemelas, una de ellas, Ágata, sufre un fatal accidente en el lugar al que hace referencia el título y queda en coma. A partir de ahí la otra gemela, Catalina, comienza a recibir señales de su hermana, que parece encontrarse en una tercera dimensión a medio camino entre la vida y la muerte. A resolver el misterio se unen Nuño, el mejor amigo de Catalina, y Omar, el novio de su hermana.
Abigarrados diálogos torpemente construidos, ausencia total de ritmo, personajes nada identificables emocionalmente, negación de explicaciones narrativas que intenten enganchar al espectador a la historia más allá de unos efectos especiales poco creíbles... En KM 31 no hay ningún atisbo de interés, de suspense, de cine.
Uno tiene la sensación de vivir un permanente ‘deja-vu’ con esta repetitiva y agotadora historia que recurre a dos populares mitos urbanos de México, ‘la llorona’ y ‘el fantasma de la carretera’, para construir una historia que se queda a medio camino entre de The Ring y La maldición, en un intento por parte del director de copiar -más que de homenajear- las claves estéticas del cine de terror japonés.
Lo mejor: La pasable fotografía.
Lo peor: Los trucos y engaños que rellenan un guión confuso y caótico.
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